La increíble historia de Charles Lindbergh y el vuelo que cambió su vida para siempre
A 96 años de su histórico vuelo Nueva York-Paris, repasamos la vida de Charles Lindbergh, una increíble sucesión de aventuras, tragedias y secretos.
En este momento, hay centenares de aviones de línea cruzando el Atlántico, de América a Europa y viceversa. Decenas de miles de personas volando sobre el océano. Nada sorprendente, ¿cierto? Pero para que esto sea hoy tan normal, alguien tuvo que hacerlo primero. Esta es la historia de ese pionero y del vuelo que unió por primera vez los 6 mil kilómetros que hay entre América y Europa.
Vamos a 1927, período entre guerras mundiales. La aviación apenas escribía sus primeros capítulos y en el Estados Unidos de los “años locos” reinaba un espíritu aventurero. Por todos lados aparecían premios en dinero a quien se atreviera a las más audaces hazañas. Cuerdas flojas, equilibrio en andamios, paracaídas, acrobacias.
Un magnate de origen francés, Raymond Orteig, anunció que premiaría con 25 mil dólares a quien cruzara volando el Atlántico, sin escalas, uniendo Nueva York y París. Nadie nunca lo había hecho. Esta epopeya –decía el magnate- ayudaría a fortalecer el espíritu de amistad entre ambos países.
Muchos intrépidos se pusieron en carrera. Buscaron fondos y construyeron aviones que terminaron capotados pocos segundos después de despegar. Excepto uno. Un joven alto, introvertido, con talento y experiencia. Era de Detroit y se llamaba Charles Augustus Lindbergh.
Un hombre, un motor, un avión
Cuando supo del premio Orteig, Lindbergh, que tenía 24 años, ya había sido piloto de acrobacias y llevaba 2 años como piloto en una empresa de correos. Cada día, de día y de noche, recorría la ruta de San Luis a Chicago, guiándose por las vías, los caminos y cuanta referencia visual hubiera a su alcance. Ya tenía unas 2 mil horas de vuelo, y quiso intentarlo.
Pero, ¿dónde conseguir un avión para semejante trayecto? Como tenía amistad con los hombres más adinerados de San Luis, logró reunir 13 mil dólares, que, sumados a todos sus ahorros, resultaron suficientes para encarar el proyecto.
Primero visitó varias empresas que pudieran fabricar un avión tal como él lo quería. Luego de varias negativas, dio con la Ryan Flying Company de San Diego, qué aceptó hacer el avión en menos de 3 meses.
Para mitad de mayo de 1927 había llegado el momento de cumplir el reto, y todo el mundo estaba pendiente de él. Pero Lindbergh tenía una preocupación que le quitaba el sueño: el peso del avión. Sabía que cada gramo equivalía a mayor consumo de combustible, así que antes de despegar se deshizo de todo cuanto pudo: la radio, el paracaídas, la batería para iluminar los instrumentos.
Sólo conservó una balsa inflable, una linterna para iluminar el tablero, 5 sándwiches y 1 botella de agua. Preparó un traje especial para el frío y, como asiento de comando, eligió la silla de mimbre más incómoda que encontró, para evitar quedarse dormido.
Luego de atravesar los primeros bancos de niebla, Lindbergh comenzó una verdadera odisea. El avión pesaba 2 toneladas y le costaba mucho trepar. En soledad, con el océano infinito como única referencia, atravesó tormentas, turbulencias, pérdidas de altura y desorientación total cuando, tras 18 horas de vuelo, su brújula se desconfiguró y comenzó a girar en círculos. Logró inferir su posición mirando las estrellas y pudo continuar su rumbo.
Sin embargo, según su propio testimonio, lo más difícil de soportar fue el sueño, pues había pasado la noche previa al despegue sin dormir. Los párpados se le cerraban y le ardían los ojos. Pero ya había volado muchas horas y no iba a abandonar.
Por fin, luego de 33 horas y 32 minutos, a las 22.20 h del sábado 21 de mayo, El Espíritu de San Luis aterrizó en París, donde lo esperaban las máximas autoridades, la prensa y una multitud enfervorizada. Era el primer hombre en cruzar el atlántico volando sin escalas. Se había convertido en un héroe. Y su vida ya nunca sería igual.
La desgracia luego de la gloria
Lindbergh regresó en barco a Estados Unidos, con El Espíritu de San Luis desarmado. Cuando llegó, el 10 de junio, era el hombre más famoso del país. Millones de personas lo idolatraban, Hollywood le ofrecía papeles protagónicos y las empresas le arrojaban dinero para asociar su marca al nuevo héroe nacional. La prensa, por supuesto, comenzó un asedio que duraría años.
De gira por el país y por Centroamérica con su avión, conoció a quien iba a ser su esposa, Anne Morrow. Se casaron en 1929 y poco después nació su primer hijo, Charles Lindbergh Junior. Los Lindbergh se instalaron en una casona en las afueras de Amwell, Nueva Jersey, siempre bajo la vigilancia permanente de los paparazzi.
El 1 de marzo de 1932, cuando el pequeño Charles Junior tenía sólo 20 meses, un secuestrador entró por la ventana al primer piso y raptó al niño. Dejó una nota exigiendo 50 mil dólares de rescate. Al día siguiente la noticia estaba en todos los medios del país y los periodistas y admiradores se agolpaban en la puerta de la casona familiar.
Lindbergh, rápidamente entregó la suma de dinero siguiendo las instrucciones que le habían dejado los raptores. Pero, una vez hecho el pago, los días empezaron a pasar y el niño no aparecía. El país hablaba del “secuestro del siglo”.
El 12 de mayo, 2 meses después, encontraron el cuerpo de Charles Junior enterrado cerca de la casa familiar. La autopsia determinó que la muerte se debió a una fractura en el cráneo, por lo que los investigadores determinaron que el niño cayó de la escalera en el momento del secuestro.
Se encontró un responsable, Bruno Richard Hauptmann, un carpintero de origen alemán que tenía el dinero oculto en latas de aceite. El acusado negó el cargo hasta el final, pero fue condenado y ejecutado en la silla eléctrica el 3 de abril del año siguiente.
Esta historia tuvo tanto impacto en la sociedad, que incluso el Congreso aprobó la Ley de Secuestro Federal, comúnmente llamada «Ley de Lindbergh», que convirtió en crimen federal el transporte entre estados de una víctima de secuestro. Entre la desgracia y el asedio permanente de la prensa, para la familia Lindbergh había llegado el momento de irse de Estados Unidos, al menos por un tiempo.
Segunda guerra mundial: muerte y resurrección del héroe
Lindbergh se instaló en Alemania, en pleno ascenso del nazismo. Tenía la misión de analizar el poderío aeronáutico y bélico de ese país, y elaborar un diagnóstico para el gobierno de Estados Unidos. Pero Lindbergh se sintió cautivado por el pueblo alemán, por su orden y prolijidad, según él mismo admitió.
Volvió a Estados Unidos cuando la Segunda Guerra Mundial acababa de empezar. Dada su confesa admiración por Alemania fue acusado de nazi y de pronto, el antiguo héroe nacional se había convertido en un antisemita y traidor a la patria. Durante los primeros años del conflicto abogó por el aislacionismo de Estados Unidos, fue líder del movimiento América First y entabló una abierta enemistad con el presidente Roosevelt.
Pero el ataque a Pearl Harbor lo cambió todo. Estados Unidos entró en la guerra y fue para él la oportunidad de recuperar su heroísmo perdido. En 1944 se convirtió en asesor en el frente del pacífico, entrenando pilotos y volando él mismo. Fue readmitido en el ejército como General de Brigada y recuperó su reputación.
Había vuelto a ser un héroe y su vida de nuevo estaba bajo los flashes de las cámaras, en las tapas de diarios y las revistas. Escribió sus memorias y en 1954 ganó el premio literario más prestigioso de los Estados Unidos, el Pulitzer, por su novela "El espíritu de San Luis", donde narra los pormenores de su épico vuelo.
Por si todo esto no fuera suficiente para una sola vida, otros escándalos siguieron estallando y volvieron a ponerlo en las tapas de los diarios. Uno de ellos fue la aparición de tres familias “ilegítimas” en Europa, de las cuales Lindbergh tenía 7 herederos más.
Lindbergh pasó sus últimos años como ambientalista, recorriendo África, y murió en Hawái en 1974, con 72 años. Su hazaña quedó para siempre en la historia de la aviación y muchos coinciden en poner el apellido Lindbergh junto a Colón o Armstrong, los hombres que hicieron las más grandes travesías que la humanidad haya soñado.