Frío o calor: ¿cuál te matará primero?
El debate de si el verano es mejor que el invierno, o viceversa, es un tema serio que no tiene un claro ganador. Por eso, hoy lo analizamos desde otro ángulo y cambiamos la pregunta: ¿nos matará primero el calor o el frío?
Seguro que algunos de ustedes disfrutan mucho más un día fresco de invierno y se ponen de mal humor cuando las temperaturas se acercan a los 30 °C. Y también es seguro que alguna vez discutieron con alguien que ama los días de verano. Este amor u odio depende un poco de los gustos, pero también de las diferencias que tenemos en las respuestas biológicas que nos hacen percibir diferente las temperaturas exteriores.
Veamos a qué extremo somos más resistentes y qué le pasa a nuestro cuerpo cuando hay grandes variaciones de temperatura. Normalmente estamos a unos 36 °C y sabemos que la temperatura corporal más alta a la que alguien haya sobrevivido no es muy superior a este valor: unos 46,5 °C. Y en el otro extremo, se sabe que hay personas que sobrevivieron con un cuerpo a solo 13,7 °C. Entonces, ¿qué hace que podamos soportar un descenso de 20 grados, pero solo un aumento de 10 grados antes de llegar a la muerte?
Esto sucede si aumentamos la temperatura
Nuestro cuerpo lleva su temperatura casi al límite porque las proteínas con las que realizamos las funciones metabólicas críticas trabajan mejor con calor. Con temperaturas altas, las proteínas se hacen más flexibles y pueden interactuar mejor con otras moléculas. Otro beneficio, es que se estimula el sistema inmune, y estamos mejor protegidos si elevamos la temperatura corporal.
Pero si pasamos los 40 °C, las proteínas comienzan a desarmarse y dejan de realizar sus funciones vitales. También se licúan las membranas de moléculas grasas, y se destruyen células si pasamos este límite. Para cuando la temperatura llega a los 47 °C, ya se destruyeron suficientes componentes críticos como para que nuestro organismo deje de funcionar definitivamente y pasemos a una mejor vida.
Esto sucede al descender la temperatura
Si nos vamos al otro extremo, las células no se rompen, pero se vuelven menos propensas a realizar sus funciones. Metabolizar la comida se hace cada vez más lento con cada grado de descenso. La comunicación en el cerebro también se vuelve más pausada y se bombea mucha menos sangre por el cuerpo. También es cierto que tenemos una ayudita, ya que existen muchos más mecanismos para soportar el frío que el calor: los músculos tiemblan y los dientes castañetean. Los pelos se erizan y la piel se nos pone de gallina. Todo esto para evitar que nos enfriemos muy rápido.
Y aunque esto no lo parezca, reducir la temperatura corporal tiene grandes beneficios si estás en una situación de peligro expuesto al frío. Mientras más lentas sean las reacciones, menos energía y oxígeno requieren los órganos. Este es un mecanismo usado por osos y otros animales que hibernan.
¿Pero qué tan lentas pueden llegar a estar nuestras funciones? Aún con los órganos bien fríos, se necesita que llegue una cierta cantidad de oxígeno a través del flujo sanguíneo para que “sigan vivos” y puedan eliminar las toxinas. Así que mientras la circulación sanguínea esté en marcha, podríamos sobrevivir
Otro punto a favor del frío, es que si luego de bajar nuestra temperatura corporal nos calentamos muy lentamente, la mayoría de los daños causados por las bajas temperaturas se revierten y volveríamos más o menos a la normalidad. Así que, en conclusión, es posible que seamos mucho más resistentes al frío, pero aunque el calor nos mate más rápido, en dosis moderadas es necesario para estar más saludable.